Viernes, 31 Octubre 2014 12:52

Mujeres, historias de vida en espacios de muerte

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Octubre es el mes de las mujeres en el cementerio. Varias de ellas, niñas, jóvenes, adultas, acuden solas o para ayudar a sus esposos y padres en el oficio de devolver el brillo a la última morada de los humanos en el cementerio de La Cuchilla. ¿Miedo? "De los vivos, más que de los muertos", dicen algunas mientras pasan la brocha o la escoba por nichos y mausoleos.

 Fabiola Gutiérrez / Santa Cruz

Quienes otrora estuvieron de cuerpo presente, hoy, convertidos en polvo bíblico, comparten, detrás del nombre, las iniciales QEPD o QDDG, como augurio para el descanso eterno luego de los avatares de la vida. Por si acaso, el silencio es el sonido en los cementerios. Lo sabe bien Nataly Gandarillas Arias, pese a sus 10 años, la mayoría de los cuales los ha pasado entre nichos y mausoleos del Cementerio Sagrado Corazón de Jesús, más conocido como La Cuchilla, en Santa Cruz. Las almas son testigos del crecimiento de esta niña, quien explica que “no es mi primer año, nosotras ya somos antiguangas”, pronuncia su castellano cruceño mientras está de cuclillas enjuagando el piso con una escoba sin mango. Las manos y brazos cubiertos de pintura y el interior limpio de un mausoleo renovado no la dejan mentir. “Ahuringa yo estoy haciendo esto porque mi tía me va pagar”, cuenta con brillo en la mirada y una blanca sonrisa que aflora en su piel canela. “La primera vez no me dio miedo, me da miedo cuando no pasa gente”, se confiesa..

Pintar mausoleos y nichos es una de las muchas formas de sacarle vida a la muerte. Desde hace tiempo que el oficio es común en los camposantos como éste, sólo que era de hombres en este lado del río Piraí. Nataly pertenece a una de tres generaciones de familias que entre abuelos, tíos, madres, padres e hijos de ambos sexos se unen para trabajar desde el 15 de octubre, a sabiendas de que los vivos se preocupan especialmente antes del Día de Difuntos porque la última morada de sus parientes luzca como nueva.

Los cochecitos de bebé forman parte del paisaje en La Cuchilla por estos días. Foto: Fabiola Gutiérrez..

El barrullo de niños guía hasta un coche de bebé que se pierde entre bolsones y baldes de pintura. En el coche duerme un pequeño de dos meses, mientras su madre, Jocelyn Resamano (22 años), cambia el pañal a otro hijo, el mayor, de dos años. Es su tercer año en estas labores y la única época en que ella sale a trabajar fuera de casa para compartir labores con su pareja: “Él hace el trato y yo le ayudo haciendo limpieza. Al verme trabajar, me alaban y le alaban a mi marido”. Resamano cuenta que su niño se distrae un poco en el espacio abierto del cementerio y puede jugar siempre bajo la supervisión de los padres o de la abuela materna, tías y otros miembros de la familia que se juntan para ganar algo de dinero por estas fechas. Toca dar de lactar al hijo más chico y, antes de despedirse, da sus razones de abrazar el oficio: “Lo hacemos para que tengamos algo mejor, para que comamos algo bien, aunque da miedo” estar entre muertos.

Miedo... a la desconfianza

“Las primeras veces da ‘cosita’, pero uno aprende y ya no da miedo, se oye la voz de Giovanna Arias, quien hace una década atiende clientes en el camposanto. “Una tiene que tener miedo de los vivos no de los muertos. Los muertos no hacen nada, los vivos sí”. De pronto es ella quien pregunta y mira de frente a la interlocutora: “¿Por qué le llamó la atención, porque usted no pinta?”. Ante el silencio de la curiosa, Giovanna sigue: “Yo siempre hago trabajos de hombre; saliendo de acá iré a mi trabajo en el taller de chapería de autos. Siempre trabajo con pintura y la gente no se sorprende”. Relata, eso sí, que se ha encontrado varias veces con gente que desconfía de su trabajo, pero nada que Giovanna no pueda solucionar: ‘“Yo hago el trato directamente con el cliente y, como trabajo con mi cuñado, digo que él va trabajar; pero es mentira”. Se ríe y ya menos tensa mira su más reciente trabajo, un mausoleo que luce blanco e inmaculado. Entre sus experiencias difíciles, recuerda que una vez pintó con su hermano y hermana y el cliente no quería pagarles; “como yo soy mujer y como no había nadie más; le llevé al presidente (de los trabajadores del cementerio) y me hice pagar; él nos respalda a todos los eventuales”.

En un mausoleo destacan dos escaleras contrapuestas en el pasillo. Un varón entra y sale con implementos, y una mujer pinta bien equipada. Ella está cerca del tope superior de la escalera, con un sombrero tejido que casi roza el techo. Ella es Martha Sánchez (seudónimo) y, como Giovanna, trabaja pintando muros todo el año. Sin dejar de pasar la brocha, ahora embebida en color amarillo, dice que pintar en el cementerio es como cualquier otro trabajo. Aunque no le da miedo, comparte sus experiencias sobrenaturales: “Hemos sentido que alguien nos tocaba; estamos así, trabajando, y de repente alguien nos toca. Pero uno se acostumbra, porque sabe que es una impresión nomás, que no es cierto”.

 ¿Usted no pinta?, desarma a la periodista quien sí lo hace y bien. Foto: Fabiola Gutiérrez.

En familia y por generaciones

Un tropel de niños revolotea cerca de una especie de estacionamiento de coches de bebé. Con las manos totalmente blancas y sentada sobre un balde de pintura se encuentra Judith C. (37 años), quien desde los 14 años acude a este lugar por estas fechas. Antes, lo hacía, junto a sus dos hermanas, para acompañar a su padre. “Mi papá trabajaba aquí, cuando había esos nichos chiquititos; él pintaba y nosotras le ayudábamos. Dejamos de trabajar cuando empezamos a formar nuestras familias”.

Las hermanas son comerciantes el resto del año y hace seis que están registradas como trabajadoras eventuales en este cementerio. Las tres tienen historias que contar, como la de un ser raro que habrían visto en su adolescencia y que describen como una especie de lagarto, aunque, y bajan la voz para decirlo, han escuchado que en estos días sale de uno de los mausoleos más viejos un animal con “forma de canguro, seguramente ha crecido el que conocíamos”. ¿Miedo?; no, dicen, la costumbre hace que se venza y se asuma el oficio para reunir el necesario dinero. (Foto 5: hermana de Judith)

Mientras el sol se filtra por las hojas verdes de los árboles y las hace brillar amarillas oro, a la sombra de uno de ellos destacan bolsas grandes con viandas de comida. Arroz, pollo, ensalada, platos y cubiertos son distribuidos entre hombres y mujeres jóvenes, una de las cuales está embarazada. Los baldes de pintura sirven de sillas o mesa para muchos y la comida transcurre matizada por carreras de niños y niñas y por las risas de la matriarca de este grupo. “¿Quiere pintar, blanquear, arreglar?”, pregunta Isabel Romero de Clemente (56 años). Esta mujer ocupa este espacio desde hace 20 años y trabaja en familia. “Empecé jovencita porque hay que hacer algo para mantener a los hijos y enseñarles algo también. Trabajamos mi esposo, mis hijos y yo, todos”. Su papá era albañil, pintor y electricista; y su esposo también; por lo que aprendió de tanto mirar. El resto del año viaja a Yacuiba o a Cochabamba a traer mercadería, “pero para estas fechas nos llaman; hacemos ‘pintadas’ aquí: letras, rejas, mausoleos”. Romero relata que al principio escuchaba: “¿Será que usted sabe pintar?”, y ella los convencía trepada en la escalera. Éste es el primer año que no está pintando, ya que la diabetes ha mermado su otrora ágil cuerpo. Pero igual acude a acompañar a sus hijos y a su pareja, a cuidar los materiales y a buscar clientes. Su pícara mirada ha visto este cementerio desde cuando los nichos eran en el suelo, “he visto cosas como cadáveres a los que les han robado la cabeza”, aunque a ella nadie ni nada le ha dado los “toques” misteriosos, porque “rezo y se persigno al entrar y al salir”. Por lo demás, “paro alegre aquí, riendo con todos”, dice y lo confirma con una sonora carcajada.

La matriarca junto a sus descendientes a los que enseña el oficio. Foto: Fabiola Gutiérrez.


En la salida del cementerio se halla un par de mujeres pintoras a la espera de clientes. Verlas en estas lides puede despertar conmiseración; pero ellas demuestran que las ventajas de un cementerio son muchas. Por ejemplo, trabajar durante la gestación o compartir con sus parejas el cuidado de los hijos como no pasa en el hogar. Además, sin dejar de lado el hecho de lo precario de los empleos en Santa Cruz para mucha gente, mujeres esposas y madres sobre todo, las pintoras del cementerio (Foto 8) valoran la posibilidad de hacer una buena obra: ocultar el paso del tiempo, las manchas de las estatuillas de yeso, la humedad que invade los muros de los mausoleos.

 El cementerio de La cuchilla está en el cuarto anillo de Santa Cruz.

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