Jueves, 28 Agosto 2014 08:36

Desde la misoginia, ¿educar a las mujeres?

El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos. Con esta frase de Simone de Beauvoir (1908-1986), Patricia Flores Palacios analiza la realidad de violencia en la que las mujeres viven y en la que las justificaciones hacen creer que todo ello es normal.

 

 

Patricia Flores Palacios, feminista queer y comunicadora social

La misoginia, el odio a las mujeres por el simple hecho de nacer mujeres es uno de los rasgos más perversos de la humanidad y uno de los signos del primitivismo arraigado en hombres y sociedades que se siguen viendo y sintiendo como "propietarios" de las mujeres, bajo justificaciones naturalistas y pulsiones instintivas que parecerían lindar con esa animalidad y naturaleza sensitiva, como la definía Santo Tomás de Aquino.

Y desde ese espacio, el de la misoginia, actores de la escena política pretenden normar desde la vestimenta y el comportamiento de las mujeres para no ser abusadas, violadas o provocar feminicidios; y lo más lamentable apoyados y celebrados por sus entornos de hombres y mujeres que, más allá de la coyuntura, develan las estructuras perversamente patriarcales de la sociedad boliviana, que jamás aludirá a que los hombres respeten la dignidad y la vida de niñas, adolescentes y mujeres de distintas edades, demandando enseñanza para que no se las violente, se las viole o se las mate, porque esos comportamientos desde hace milenios parecería que le siguen siendo inherentes.

A la luz de la psicología, la violencia misógina es “un desorden mental caracterizado por un trastorno de la personalidad, de pérdida del contacto con la realidad y causa del empeoramiento del funcionamiento social normal”, señala el Diccionario médico de Stedman. Por lo que agredir y violentar a las mujeres de manera reiterada convertiría al hecho en una patología de dimensiones sociales alarmante, más aún cuando de manera casi sistemática representantes de la escena política, hombres y mujeres, quieren perpetuar la subalternización de las mujeres como si no se hubiese avanzado en reivindicaciones de dignidad, justicia y derechos humanos.

Para los estudiosos de comportamientos sociales, la misoginia es uno de los signos del primitivismo arraigado en hombres que se siguen viendo y sintiendo como “dueños” y “cuidadores” de las mujeres. Por ello se lo asocia al instinto o animalidad sustentados fundamentalmente en la fuerza física para dominar a las personas que se considera inferiores y cuyo rasgo más distintivo es el uso a la violencia verbal, psicológica, física, sexual, hasta llegar al feminicidio. Es por ello que las víctimas no son personas con igual fuerza, generalmente son mujeres, niñas, adolescentes e incluso mujeres de edad avanzada.

Si se lee la misoginia desde los instrumentos de derechos humanos, este comportamiento vulnera los derechos de las mujeres, la propia Constitución Política del Estado y la Ley 348 que en su Artículo 7 tipifica varios tipos de violencia, además de las mencionadas, como la simbólica y/o encubierta por las que se busca consolidar relaciones de dominación, exclusión, desigualdad y discriminación, naturalizando la subordinación de las mujeres; violencia contra la dignidad, la honra y el nombre, al ofender, desacreditar, descalificar, desvalorizar, degradar su reputación; violencia laboral porque discrimina, humilla, intimida y obstaculiza el ejercicio de sus funciones; violencia política; violencia institucional, que actúan de manera discriminatoria, prejuiciosa, humillante y deshumanizada.

Por ello, la misoginia se ha convertido en un problema de salud pública. Para la Organización Mundial de la Salud e instituciones defensoras de los Derechos Humanos, la violencia machista, además de ser una patología, perpetúa como normal la dominación del hombre y la subyugación de la mujer; reforzando otros desórdenes psicológicos como la megalomanía, por ejemplo, caracterizada por delirios de grandeza, de poder y omnipotencia, que generalmente son acentuados por la impunidad, el encubrimiento y sobretodo por su naturalización milenaria.

Origen traumático

La misoginia y la megalomanía, para entendidos en la materia como Mario Zumaya, psiquiatra y psicoterapeuta, tienen su origen fundamentalmente en traumas de infancia no superados y que podrían vincularse posiblemente al hecho de no haber contado con la figura paterna, de haber sido objeto de la hostilidad materna, de haber sido reprimido en el ejercicio de su sexualidad en la niñez o en la adolescencia. Problemas que no fueron tratados en su momento y que derivan en inconductas a lo largo de toda la vida adulta.

La misoginia tiene una historia milenaria y desde esa perspectiva es una manifestación de enajenación de los hombres traducida en los privilegios de género. Por el solo hecho de haber nacido hombres, desde tiempos inmemoriales estos privilegios alimentaron y fortalecieron una serie de prerrogativas y ventajas, como la expropiación monopolizadora de los recursos creados por la humanidad y la construcción de una especie de monopolio masculino universal, con sus reglas y sus normas a las que deben someterse todas, incluidos –los débiles, los pobres, los casi hombres–.

Amparados en estas construcciones sociales y en su patología, el misógino no siente remordimiento, culpa o dolor por el daño que inflige: tiene la convicción de que las mujeres lo merecen por el hecho de ser mujeres o porque transgredieron reglas de conducta o porque justifican de alguna manera el maltrato.

En el caso de los personajes públicos, la justificación más común es eludir o desentenderse de la culpa, afirmando más bien sentirse indignados porque “algunos medios de prensa y personas interesadas han querido manchar su imagen” o que se utilizaron de forma malintencionada hechos que han sido sacados de contexto,

Lamentablemente, la misoginia seguirá siendo la base de una sociedad machista, patriarcal y colonial, por poderes que se alimentan de séquitos genuflexos y porque en el fondo la vida de las mujeres no importa. O, como sabiamente profetizaba Simone de Beauvoir, el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos

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